@escritorezequiel
Ezequiel Jiménez nació en San Francisco de Macorís, República Dominicana, en 1981. Su niñez y parte de su adolescencia transcurrieron en Las Guáranas, un pueblo de su región natal. Más tarde, cuando contaba catorce años de edad, emigró a los Estados Unidos.
Feb 18, 2019 Chapter 1
Cuando se tiene 14 años, poco nos importa sobre la vida. No con la misma intensidad que la de un adulto. Quizás mi vida no sea tan importante como para llamar la atención. Yo me pregunto: ¿qué es algo importante? En nuestro alrededor, todo es incierto. Puedo decir con certeza, que todos algún día abandonaremos este mundo. Después del apagón de luz que hubo anoche, quedé sólo en la habitación pensando todos tipos de estupideces. Y que de por suerte, el sueño llegó al rescate.
Abrí los ojos y la luz del sol me sorprendió directo en mi rostro. Supe que había llegado la mañana. Los rayos se colaban por la ventana que da frente a la calle. El mosquitero estaba por encima de mis piernas. Me parece que Abuela no lo colocó apropiadamente anoche cuanto estuve dormido. Afuera se escuchaba el ruido de aquellos que comenzaban la faena del nuevo día. Vendedores ambulantes haciendo sus paradas rutinarias, amas de casa buscando lo necesario para el almuerzo y personas sin nada que hacer. No era nada nuevo, lo vivía siempre. Observé la otra cama y Abuela no se encontraba. Era probable que estuviera en la sala o la cocina colando café.
Dejé la mirada fija en la ventana de madera vieja, la cual me traía gratos recuerdos. Allí, un tiempo atrás, Mami contemplaba las mañanas. Quizás pensaba en el ayer, de lo diferente que fue su vida. O tal vez algo le faltaba, un torbellino de recuerdos que nunca compartió conmigo. Eso debía ser, algún secreto de esos que son eternos y no fueron hechos para ser contados. A través de esa ventana, mientras me tenía en sus regazos, me animaba con sus dulces canciones mientras observaba el amanecer y anochecer. Hasta ahora es el mejor lugar para apreciar el caer de la divina lluvia.
La ventana está ubicada en un espacio mágico, en el lugar más llamativo de la habitación. Me imaginaba a Mami estando allí, mirando fijamente como se movía el mundo. Dejándose llevar por las emociones ocultas que algún tiempo vivió. Nunca pude descifrar qué ocultaba, he tenido la noción de que algo llevaba clavado en su pecho. Su rostro macilento refleja los sacrificios que ha tenido que pasar por nosotros. De las batallas inagotable que ha aguantado para mantener el hogar en pie. «Debemos ser paciente», solía decirnos para que nadie se desesperase o perdiese la fe.
No obstante, escuché cantar los gallos de las casas vecinas. Casi siempre cantan a la misma hora, como si estuviesen sincronizados al mismo tiempo. Parpadeé los ojos varias veces tratando de mantenerlos abiertos. No deseaba levantarme de la cama. Pero como todas las mañanas, siempre tenía alguna responsabilidad por cumplir. La mirada se me quedó fija en el tejado de zinc viejo, de cómo su color plateado había cambiado a un metal oxidado. «Los años no perdonan», me dije perplejo ante la situación. Papi había reemplazado algunas hojas de zinc el año pasado. Por lo menos no hay goteo de agua en tiempos de lluvia.
Por un instante me senté al borde del colchón vetusto y luego me puse de pie. De repente, sentí mi cuerpo ladearse de un lado para el otro. Como si la alarma inimaginable de mi subconsciente me estuviese hablando, recordé de inmediato que tenía que ir a la escuela. Me vestí de inmediato con la camisa celeste y el pantalón caqui. Me lavé los dientes en la parte trasera de la casa, tomando el agua de una tinaja en un jarro con apariencia a medio siglo. En la otra habitación, no vi a Papi para darle el beso y la bendición. Mami seguía durmiendo y ni siquiera percató que estuve a unos pasos de ella. Dormía tiernamente, cansada por la lucha del día anterior. Pronto se levantaría, para ir al trabajo en casa de la señora Lola. «Mujer de alta sociedad», como todos las conocíamos en el barrio. No había ningún rastro de Tío Juan.
Mami era ama de casa de la señora Lola. Limpiaba y cocinaba en la enorme casa. Le tocaba hacer los quehaceres sola. Lola nunca le buscó un ayudante. El salario de Mami era mensual, y apenas le rendía para la comida. Parte de ese dinero era para comprar mis alimentos en la hora del recreo. A Lola no le gustaba que llevasen niños a su casa, temía que algún niño le arruinase los jarrones suntuosos en donde colocabas las flores. O que le tumbasen algún cuadro de una obra de arte peculiar. En fin, tener niños en su casa, era como llamar una tormenta y que destruyese todo.
El uniforme escolar había perdido su apariencia original. Hacía varios años desde la última vez que Mami y Papi me había comprados unos nuevos. «Ahora no se puede», me responden siempre que les pregunto. Pero no se necesitaba ser «tan inteligente» para entender que en verdad no había dinero. De todos modos, siempre les preguntaba para que no se les fuese a olvidar. En la escuela les digo que uso los uniformes viejos para no dañar los nuevos, que ya pronto los traería. No me gusta mentir, pero las situaciones me lo ameritan. Tomé una taza de café del que Abuela había preparado y lo acompañé con pan.
¬―Ve despacio ―dijo Abuela mientras salía disparado. Ella siempre madrugaba; primero para colar su café, y luego para organizar el hogar. Nunca me dejaba ir a la escuela sin antes tomar una taza de café o chocolate caliente. Y de una forma especial me hacía recordar que eso es necesario para darle fuerza al cerebro. ¿Pero qué sé yo de fuerza para el cerebro? A veces ni siquiera entiendo sus frases. De todos modos, Mami siempre me dice que hay que respetarla porque a los mayores se respeta. Yo siempre asiento, comprendiendo que todo lo que me dice Mami es por mi bien.
Tan pronto di el primer paso fuera de la puerta, el sol apenas daba su resplandor. Inhalé aire fresco, aquél que sólo se puede disfrutar antes que los vehículos motorizados levantaran el polvo. Estaba alegre porque comprendía que regresaría a reunirme con los amigos de la escuela. Ahí es cuando empieza el momento jovial, cuando entro al único mundo que conozco: el mundo de los inocentes. Papi a veces me dices que le gustaría volver a ser inocente, así como yo. «Papi, pero tú no haces nada malo», le dije la última vez que tocó el tema. Él se rió, de mi respuesta. «Inocente en el sentido de tener tu edad, y hacer lo que haces sin preocupaciones», me respondió y seguí sin comprender. Pero él sabía que nuestras conversaciones nunca llegaban lejos. De hecho, siempre que me habla en metáforas, nunca puedo comprender el verdadero significado de sus frases.
No obstante, crucé la calle. Un grupo de hombres hablaban proclamando que el fin del mundo se acercaba. Esto petrificaba de miedo a todo aquel que escuchaba cerca. Los fieles católicos aterrorizaban a la gente diciéndole que se arrepintieran. Decían que las profecías pronto se cumplirían, y que el Señor regresaría a salvar a los justos. Pero no todos llevaban esa fe cristiana dentro, existían aquellos que se reusaban a creer en las palabras sagradas. Dentro de todo, estaban aquellos que sólo buscaban vivir sus vidas hasta ser inexistente. Como no entendía nada de lo que hablaban, no presté atención a ese grupo de extraños. Sus expresiones lo afeaban y aparentaban locos.
Aquel grupo de hombres son los que no tienen oficios, o profesión alguna. Abuela siempre habla de ellos. «Esos son políticos corruptos, vagos que sólo les hacen perder el tiempo a los demás». Pero yo sólo miré a Abuela y le puse el rostro como si le estuviera hablando a un perro. Como Mami y Papi casi siempre están fuera de casa, siempre soy su desahogo. Ella sabe que sus temas son de otro planeta para mí, pero me los comenta como si en verdad vamos a entablar una conversación. Qué suerte la mía, ¿no? Tío Juan casi nunca está en casa para rescatarme de las largas conversaciones de Abuela. Cuando él no está hablando de política, entonces está en una esquina jugando domino. Le gusta el béisbol, es su tema favorito. A veces discute hasta consigo mismo mientras se contradice. «Este año las Águilas Cibaeñas van a ganar la Serie del Caribe, sí, van a ganar», se pregunta y se da una auto respuesta. Mami y Papi dicen que él tiene los tornillos sueltos.
Llevé dos libros y un cuaderno en la mano derecha. Caminé medio kilómetro, sujetándolos firme. Los libros eran gruesos y pesados. Habían perdido sus cubiertas. La profe Celeste un tiempo atrás nos contó que esos libros fueron donados por un senador que una vez pasó por el barrio. «Andaba pescando votos», nos dijo aquel día. De inmediato, me hizo recordar a las metáforas de Abuela. ¿Por qué nunca pueden hablar claro? Por lo menos entendible. Pero Celeste no era tonta, sabía perfectamente que nunca debía hablar mal de los senadores, ya que ellos daban ayuda aunque fuese una vez al año. Su lenguaje corporal lo decía todo: en su rostro se reflejaba el deseo de hablarnos la verdad sobre aquellas personas y el por qué de sus donativos. Pero algo más fuerte que sus intenciones la evitaba.
El calor hacía mi cuerpo transpirar, sentía bajar el sudor por la espalda. Papi me dio dos pesos para comprar en la hora del recreo. No fue mucho, pero los alimentos me ayudaban a sostener el hambre hasta llegar a casa. Una señora iba a vender chucherías fuera de la escuela a la hora del recreo. Mami me dijo que no compraras cosas dulces, ya que eso me iba a producir lombrices y que por la noche me iban asfixiar mientras dormía. Ella tenía su forma peculiar de expresar cualquier cosa. Las decías que sonasen creíbles. Sinceramente, siempre terminaba convencido.
―Buenos días Yunel ―la profe Celeste me saludó dibujando una sonrisa en su rostro―. Entra con cuidado.
―Buenos días profe ―le repliqué con una leve sonrisa fugaz.
Celeste siempre vestía formar, a pesar de que aquel lugar no fuese una institución educacional aprobada por el gobierno. Nos hacía sentir que estábamos en nuestro segundo hogar. La escuela era pequeña, un salón inmenso destinado solamente al estudio. Ella era la responsable de educar a los 62 estudiantes. Ese era también el número de pupitres disponibles. Antes de ser un centro educativo, fue el hogar de una familia que había inmigrado a España y había sido entregado a ella quien apasionadamente optó en convertirla en un ambiente para la educación. Ella nos decía que el gobierno pronto construiría una escuela de verdad, con una facultad y un área de almuerzo gratuito. Pero la esperanza de ver aquella escuela hecha, se iba cada vez al olvido.
Los padres de aquellos estudiantes le ayudaban a Celeste dándole dinero para su sustento. Ella no cobraba un salario por su trabajo, ya que lo hacía de forma voluntaria. Todo aquel que podía, ayudaba en algo. Ya sea en la limpieza o arreglo de la estructura del salón de clase. Ninguna rama del gobierno hacía apariencia al barrio para que viesen la situación de cómo nos educábamos. Para que hicieran algo al respecto. Pero, ¿Quiénes éramos nosotros para que ellos nos prestasen atención? Simplemente el lado olvidado del país, aquel que no importa al menos que fuera en sus tiempos de «pescar votos».
Yo observaba detenidamente las ventanas de madera destartaladas, la pintura enmarañada y el piso de cemento todo cuarteado. Cuando le comentaba a Papi sobre los daños del salón, él sólo replicaba con una expresión que le afeaba el rostro. Eso decía todo, sin ni siquiera pronunciar los labios. Yo estaba lo suficientemente grande, como para entender que sólo a nosotros nos importaba aquel lugar que ha formado parte de nuestras vidas por un tiempo. Pero a pesar de los daños a la estructura del salón, aun así lo veíamos como un lugar mágico donde el tiempo y el espacio eran uno solo.
Carla, la docente mas dedicada al estudio, me ponía una mirada penetrante. Ella no tiene amigos, y en la hora del recreo, ingiere su merienda en el salón. «Es una niña extraña», me dije a mí mismo. No es que yo sea un mal compañero, pero siempre me causa miedo incluso invitarla a jugar. Ella tampoco intenta hacer algún tipo de contacto con nosotros. Siempre me fijo en lo perfecto que su madre le hace sus trenzas y de lo bien que se le ven en su pelo lizo. Quizás esa sea la razón por el cual Ramón nunca puede quitarle los ojos de encima. Él deja la cara de tonto, perdido en el limbo. «Parece un muerto viviente», dice Esperanza y se ríe a carcajadas. «Sí, tiene razón», le respondo a su comentario y ahí es cuando formo parte del chisme.
Siempre tratamos, por decirlo así sarcásticamente, de buscar un tema interesante. Como somos aun adolescentes, cualquier cosa que suene estúpida, es probablemente divertida para nosotros. A Celeste le molesta ver a alguien burlarse de otro compañero. Por esa razón evitamos no hacerlo en su presencia. A mí no me gusta que ella me regañe porque Papi me castiga de tal manera que me prohíbe salir a compartir con los amigos del barrio. Existen los compañeros que ajochan a otros para hacer maldades. Yo siempre trato de no escucharlos y de no seguir sus elocuencias.
Celeste pone su semblante de un ángel celestial mientras escribe en la pizarra rota. Canta canciones viejas, de amor y desamor. Su rostro siempre tiene ese brillo divino, aquel que a pesar de las quejas y dificultades que confrontamos en el salón, mantiene vivo. Las únicas lágrimas que recuerdo de ella son las que le salen cuando viene un alumno nuevo. Llora de emoción, y nos dice que es porque eso la llena de alegría. «Mi vida la devoto al servicio de mi comunidad», nos dice en su lenguaje avanzado. Yo, al igual que los demás, quedo con la boca abierta. No por lo que dice, sino porque ninguno entendió nada de lo que dijo.
Las primeras preguntas de la clase, siempre son respondidas por Carla, quien también es la causante de poner el resto como «los que no las saben o no las recuerdan». De todos modos, Celeste también hace diferentes preguntas a otros estudiantes y estos cuando no gaguean, quedan en un estado de shock. Las rizas empiezan cuando a alguno del grupo hay que hacerle la misma pregunta por lo menos tres veces antes de que comprendan lo que se le está preguntando. No somos realmente Einstein, tenemos nuestros días difíciles. Ese es el momento donde Celeste comprende que aún somos adolescentes, que estamos creciendo y empezando a entender el mundo de la forma que lo ven los adultos. Los días siempre terminan alegre, de eso ella siempre se encarga y trata de mantenerlos así.
Vivimos el momento, disfrutando de cada segundo. Mientras que en casa, los adultos viven el momento con la esperanza de un mejor mañana. Aún no entiendo eso de responsabilidad, pero sé que no es nada fácil. A Mami se le refleja el cansancio en sus ojeras porque los dolores musculares a veces no le permiten dormir bien. Papi, por el otro lado, tiene mucho dolor de espalda por las fuerzas que hace en su trabajo. Cuando observo a Celeste, nunca puedo notar ningún tipo de dolor en ella. Su personalidad y carisma le ayudan a ocultarlo. Me pregunto si todos los padres de mis compañeros también tienen que sacrificarse por un mejor mañana. No lo sé, pero creo que nada nos llegará al menos que lo fuésemos a buscar.
De regreso a casa, observo el ambiente y noto que todo es diferente. No hay docentes, ni la profe Celeste enseñando con su rostro angelical. Sólo el calor familiar y los ademanes que ellos me imponen. Existe un grado de respeto diferente al de la escuela. Mami, tanto como Papi se encargan de que los protocolos del hogar los siga al pie de letra. Abuela los rompe todos, ella es quien me consiente en todo. Y cuando digo todo, me refiero literalmente a «todo». Quizás esa sea una de las razones por el cual es mi persona favorita. Con Papi comprendo perfectamente que cuando estamos en broma, sólo bromeamos, y cuando es seriedad entonces las cosas las tomamos en serio. Con Mami es todo lo contrario, a veces las cosas son serias y hasta ella se ríe y se viceversa.
No tengo un hermano o hermana con quien jugar. En la casa todos son adultos y mis juegos no coinciden con los suyos. Mis temas son aburridos para ellos, mientras que sus temas son incomprensibles para mí. Entonces, tomo como única opción ir a casa de Franklin quien me rescata del aburrimiento. Él no es un compañero de escuela, y menos de mis mejores amigos. Pero su compañía y la mía, se agradan.
Vive cerca de casa, a una esquina. Es hijo de padres divorciados pero que aún viven juntos y de dicen amor uno al otro. «Y yo que digo que en mi casa son raros», me digo. Él no asiste a ninguna escuela, no sé si es porque sus padres no creen en el sistema de educación o por el simple lecho que le da lo mismo.
La escuela más cercana queda muy retirada. Para poder llegar hay que tomar un transporte público. Papi nunca permitió que Mami me enviara por los peligros y otras razones desconocidas. Quizás Franklin enfrenta una situación similar y sus padres nunca le han comentado al respecto. Él limpia zapatos y tiene una caja en donde guarda todos los accesorios de hacer su labor. Se levanta temprano todos los días y va a las casas de los ricos porque ellos siempre tienen zapatos para ser limpiados. El dinero que gana durante el día, se lo entrega a su madre quien luego lo convierte en la comida del diario vivir. Su padre es el superintendente de un hospital público. Su salario es mínimo, apenas le alcanza para pagar el alquiler de la casa en donde viven. Ellos viven en una casa alquilada, el dueño de tal casa vive en otra que construyó hace poco tiempo. Su madre no trabaja, su oficio es mantener el hogar. Se puede decir que son una familia unida.
La lucha de Franklin nunca envejece, es un niño con mucho deseo de progresar. Sus padres nunca descansan, sus tiempos son ajenos. Me pregunto ¿Dónde están los milagros cuando alguien lo necesita? ¿Será un castigo eterno o una oportunidad enviada del mas allá? Tenía más preguntas que respuesta, lo cierto es que a Franklin progresar no le será fácil. Vivimos en un mundo de desafíos, donde las oportunidades aparecen cuando uno menos se las esperas. Yo deseaba que a Franklin la suerte le favoreciera con una recompensa mayor de la que él espera. Papi una vez me dijo que las personas justas merecen todo lo bueno de la vida. Y yo estoy de acuerdo con él.
Abuela envejece lentamente, y siempre siento latigazos en el alma cada vez que veo su rostro vencido por las torturas de los años. Algo me molestaba, pienso que era el creer en la triste realidad de que algún día todos nos vamos al más allá. Nunca hablo del tema, pero tampoco quisiera hablar de esos asuntos de dolor. También pienso lo mismo de Mami y Papi. «¿Quién de nosotros se irá primero?», me pregunté el otro día. Me encontraba solo en el cuarto, y eso fue lo primero que me llegó a la mente. Quizás no debería pensar en esas cosas y dejar que el tiempo se encargue de darme la respuesta.
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