@escritorezequiel
Ezequiel Jiménez nació en San Francisco de Macorís, República Dominicana, en 1981. Su niñez y parte de su adolescencia transcurrieron en Las Guáranas, un pueblo de su región natal. Más tarde, cuando contaba catorce años de edad, emigró a los Estados Unidos.
Oct 20, 2019 Chapter 2
Nací en San Francisco de Macorís. Una ciudad situada en la parte nordeste de la República Dominicana. Llegué a la vida a un barrio en donde abunda la marginación social, tal como otras partes del país. Pertenezco a una de aquellas familias con desventajas económicas. Vivo en el humilde hogar de mi abuela paterna. Se hace lo posible para mantener la supervivencia a flote. Abuela nunca da quejas algunas, de si tiene algo o no. Siempre es conforme a las ofrendas de la vida. «El Señor siempre nos acompaña, nunca nos abandona», le dice a Papi cuando él está refunfuñando cuando no tiene trabajo.
En el barrio hay un poco de todo: creyentes, impíos, incrédulos y ateos. Fuera de la fe cristiana, están las personas que luchan inagotablemente en busca de una mejoría. José, mi padre, es uno de aquellos. De cariño, y por costumbre, le llamo Papi. Él es la clase de persona que tiene buena reputación en el barrio. Todos los respetamos. Es de fuerte carácter, pero a la vez, una persona carismática y servicial. Creemos en él, porque gracia a su fe reconocemos fielmente que los sueños son alcanzables.
Nuestra casa está techada de zinc, dividida en dos habitaciones y una sala. Una extensión en la parte trasera que sirve de dormitorio para Tío Juan. Una pequeña cocina en el patio, también de zinc usado, sujetada por cuatros palos gruesos. Y un fogón hecho de barro, por Abuela. Un árbol de laurel que da buena sombra, cae por un lado de la cocina. Y la casa, hecha completa de débiles tablas de árbol de palmas. Por el frente, la casa está caída en un ángulo hacia la izquierda. Otras casas del mismo barrio, también cuentan del mismo estado.
El sistema educativo está olvidado. Hay escuelas hechas, literalmente, de cartón. Con asientos destartalados. Y los hospitales públicos, necesitando de nuevos aparatos médicos. Construcciones pública media terminada, casas bajo un nivel de marginación olvidada y las ayudas del gobierno nunca llegan. Parece estar viviendo en un país dejado al abandono. «Salvase quien pueda», dice Abuela cuando el mundo no se mueve a nuestros alrededores.
Papi es músico. En días que él no toca en fiestas, trabaja como albañil con un primo que vive en otro barrio cerca. Este oficio lo aprendió de Abuelo, el cual también vivió la música en sus mejores tiempos. Abuelo decía que era importante tener conocimientos sobre todo, porque nunca se sabía de qué uno podría sobrevivir. Papi mantiene esa frase fija en su cabeza como un tocadiscos repitiendo lo mismo.
Abuelo se nos fue cuando yo estuve mas pequeño. No tengo conciencia que me ayude a traer algún recuerdo de él. Siempre le pregunto a Papi sobre cómo fue su vida. «Su pasión fue la música», es la frase que mas menciona en las conversaciones que tenemos de vez en cuando sobre Abuelo.
Durante la época de los 80’s, Papi vivía su vida del mismo modo que algunos hombres del barrio: buscando una fuente de donde producir dinero. Tocaba un instrumento de percusión, junto a una agrupación de merengue típico. Comprendía que tenía la responsabilidad de Abuela, y otros que no podían sobrevivir por sí mismo en el hogar. Cuando Abuelo se fue a un lugar ignoto, Papi era más joven y emprendedor. Y fue entonces en aquellos tiempos que él asumió la responsabilidad de cuidar de nosotros. Su instrumento musical lo convirtió en el arma que utilizaba para combatir los días de progreso. Pero sin Abuelo, y ni siquiera alguien que lo adiestrara de como confrontar la vida que se le avecinaría, tomó coraje para tomar toda acción necesaria. Fue desde ese entonces que empezó a trabajar como albañil.
A pesar de las desventajas económicas y sociales, Papi me contó una vez que tuvo la suerte de haber nacido en el lugar más lindo del mundo. En donde la música y el carisma de la gente, está por todos lados. Un paraíso terrenal para creer en los sueños, aunque estos no tengan oportunidad alguna de ser cumplidos. Su gran deseo siempre ha estado claro, desde que empezó a sentir amor por algo en la vida, supo que su pasión es la música. Dice que de eso estás seguro.
En los años cuando Papi y yo podíamos dialogar con comprensión, me contaba sus anécdotas. Recuerdo su rostro perfectamente, de cómo sus ojos brillaban al recitarme cada pedazo de los buenos recuerdos que aún viven en él. Yo sabía que ese brillo eran las lágrimas acumuladas que no deseaban salir. Su historias me deleitaban y de la forma que la relataba, me inspiraban a ser como él. No porque las consideraba especiales, sino por su tono lleno de fe y que eran transmitida hacia mí.
Papi también ve el lado bueno de la vida. Piensa que todo ser humano tiene sus problemas, unos distintos del otro. Pero en fin, todos nadamos en las mismas aguas. «El sol sale para todos», se dijo una tarde mientras reposaba bajo el árbol de laurel en el patio.
―José, toma la vida con calma, en fin todos vamos a morir ―le comentó Abuela tratando de confortarlo. Pero no siempre las palabras ayudan. Ella intentó decir algo más, pero se detuvo cuando vio su rostro macilento.
Papi sonrió, quizás hipócritamente. Él veía la vida transparente. Abuela mantenía aquel corazón tierno, que aún le restaba fuerza para animarlo.
―Madre, mírame. ¿Crees que en este barrio sin esperanza aún se podrá progresar?
Abuela lo miró por encima del hombro, como si él valiese una moneda de un centavo. Pero no dio respuesta.
―Ya ves, su mirada lo dice todo ―le comentó sin titubeo.
Papi se retiró de inmediato, no quería revivir aquellos años que los sentía maldecidos por una especie de mala suerte. Y menos echárselos todos encima en un sólo día. Sentía que buscaba una prosperidad que no existía. Yo sólo escucho, tratando de entender la insistencia de Papi por mejorar su calidad de vida. A veces pienso que no se siente a gusto con la vida que tiene o simplemente maldice el lecho de ser él. No quiero hacer conclusiones inseguras, por lo menos de que quiere progresar y le gusta mucho trabajar, estoy seguro de eso.
La historia de cómo Papi conoció a Mami me fascinaba. Su nombre es Mari, pero le digo Mami de cariño. Aunque antes de conocerla, Papi había tenido varias decepciones amorosas mientras trataba de encontrar su alma gemela. Sus relaciones posteriores terminaban casi siempre por lo mismo: «No ganas lo suficiente como para mantener una familia». «Si llegáramos a casarnos, ¿dónde viviríamos». Y un sin número de preguntas que les hacían sus novias cuando se estaba formalizando la relación. En parte era cierto, y no porque se tratase por falta de amor, algo que le sobraba con abundancia.
La conoció un domingo de agosto, en un salón de baile, mientras tocaba su güira. Observó una hermosa joven, pensando que por fin había llegado a su vida la esperada. La fiesta estaba repleta de personas. Los que disfrutaban del baile, transpiraban todo sus cuerpos. Parecía que el calor no molestaba para bailar bajo aquella noche estrellada y húmeda. Papi tocaba su instrumento de percusión alegremente. Ella le sonreía, a la distancia. Parecía que ambos deseaban conocerse. Fue un momento mágico, como si fuese una escena sacada de una película. En ese instante, se dijo para sí mismo que había encontrado el amor nuevamente. Se sentía seguro de que ese amor pronto le correspondería.
Al concluir el evento de esa noche, cuando los músicos recogían sus instrumentos y las personas se retiraban, él le hizo una pregunta a un compañero de la agrupación en un tono agitado.
―¿Conoces aquella muchacha que va saliendo allá? ―la señaló con el dedo índice.
―Sí. Se llama Mari. ¿Por qué?
―Curiosidad. Es la primera vez que la veo por aquí.
―Cuidado amigo, que Cupido anda más loco que nunca ―ambos se rieron.
Días después, una tarde calurosa, su compañero de la agrupación le pidió que lo acompañara a un velatorio.
―¿Quién murió?
―José, no pregunte y acompáñame. Además, de seguro no lo conociste.
El lugar estaba invadido por las almas destrozadas que lloraban el lamento de un ser que había partido. Papi se apoyó contra una pared cerca del ataúd donde velaban al difunto. Él llegó a comprender que la hora de la muerte no avisa. Que la vida se nos va en un abrir y cerrar de ojos. De repente, vio a Mari llorar con gran pesadumbre por ese ser que estaba a un paso de ella sin vida.
―¿Por qué ella llora? ―le preguntó a su compañero al aproximársele de inmediato.
―Fue su padre, Pablo. Sufría del corazón y esta mañana lo encontraron muerto sobre su cama ―sintió algo en la garganta que no le permitía salir la voz―. Fue un gran hombre, lo conocí hace algunos diez años. Siempre alegre, una persona que vale la pena recordar.
Esas palabras le provocaron una amarga sensación a Papi, y sin dudar fue hacia donde ella. Le tendió los brazos y abarcó su cuerpo ofreciéndole un tierno consuelo.
―Lo siento mucho Mari. En verdad sé por lo que estás pasando. Hace un tiempo perdí mi padre ―le dijo suavemente al oído.
Ella lo apretó más fuerte, sin decir nada al respecto. En vez, su llanto incrementó. Papi no consideró continuar allí, ya que eso le provocaba despertar el dolor de su padre, aquel que aún dormía en él.
Papi visitaba a Mari durante los días más tristes de su vida para ayudarla a superar la muerte de su padre. Ella agradecía su apoyo, pero no sentía la confianza para expresarlo. Durante un tiempo Papi repetía la misma rutina: ir a donde Mari, darle apoyo y conocerla.
Salían a caminar por el barrio en algunos días. Tanto ella como él, se sentían a gusto con ambas compañía. Papi sentía tranquilidad, algo le decía que todo iba a estar bien. Ella, en cambio, le sonreía a menudo. Se dice que son las primeras señales de Cupido. No pasó mucho tiempo hasta que ambos se dieron el chance de poner en claro la relación. Y al poco tiempo, José encontró a su alma gemela.
Lo primero que escuchó de Abuela fue: «tú sí que estás loco», cuando él le comentó que tenía novia. Papi sólo murmuró diciendo que sí. Abuela estaba feliz por él, y lo demostraba a su manera. Sin embargo, la sorpresa más grande le llegó un mes después.
Él había llegado transpirado a casa de Mari, después de un día agotador.
―Siéntate, para que no te caigas ―le dijo Mari.
―No me asustes y habla de una vez ―pero Papi ya estaba que temblaba.
―Estoy embarazada ―le dijo inquieta. Bueno, para no alargar la historia, ese bebe que Mami llevaba en su vientre soy yo. Y desde ese entonces hasta la fecha de hoy, han sucedido muchas cosas. Buenas y malas, pero siempre nos hemos mantenidos juntos sin importar las altas y bajas de la vida.
Mami no me trata como antes: con dulzura y afecto. Tan pronto llego de la escuela, me dice que haga las tareas escolares de inmediato. No desea que fuese como "ellos". «Debe asegurar tu futuro», me dice seguido de otras palabras que hasta difícil se me hace pronunciarlas. Me parece que a ella de vez en cuando se le olvida que aún soy un adolescente y no puedo tomar el mismo entusiasmo en llegar en donde vaga su imaginación. En cambio a Papi, él es más calmado y al menos me comprende cuando le digo que las terminaré mas tarde. Abuela no se va por ninguno de los dos bandos, me habla y me sostiene en sus brazos y me soba como si yo fuese una gallina. «Usted si que le gusta añoñar ese muchacho», le dice Mami cuando el sol le calienta fuerte el cuerpo.
Los días de castigos son los peores. Una, porque se despierta la bestia que duerme en Papi, y dos porque a Mami se le afea el rostro y se convierte en una mujer cualquiera de esas que viven regañando a sus hijos. Parecemos actores, actuando bajo un guión en donde la familia vive de puro drama. Que por cierto es todo real, aunque a veces las situaciones se ponen tan adversa, que quisiera desaparecer en tales momentos. No comprendo que fue lo que hizo que ellos cambiasen conmigo. Quizás, esto sea parte del crecimiento. Y peor aún, me asustan cuando me hablan en tono de amenaza. «Te voy a dar una pela que te vas a mear en los pantalones», me dice Mami cuando ves que no le prestó atención. Ahí estaba mi mayor problema, me pregunto si en verdad literalmente ella lo van a hacer o son simplemente palabras. Pero de algo siempre estoy seguro, y es que siempre termino castigado.
Tuve un mal presentimiento mientras caminaba a la escuela. El corazón estaba acelerado y llegué asustado. La respiración empezó a aumentar. Carla lloraba, mientras Celeste le daba consuelo. Ramón estaba cerca de ella, haciéndose el macho. Había jóvenes con mascarillas médicas y guantes puestos de látex. Afuera del salón de clase, se había convertido en un matadero de animales. Niños llorando a todo pulmón, casi todos petrificados de miedo. Sangre que salía de sus bocas y brazos. Agujas que penetraban las nalgas y brazos. Aparatos médicos extraños y todos los que trabajaban en nosotros, alegres. Esos rostros con la alegría serena fue la que más me preocupó. «Yunel ven, para que te chequen», me llamó Celeste a unos pasos de mí. Yo aún estaba con la mirada perdida, quedé inmóvil. «No tengas miedo, es un operativo médico», repitió insistiendo. De las dos letras, médico fue lo único que escuché y se quedó en eco. «Los médicos aquí, esto no es nada bueno», fue lo primero tenebroso que me llegó a la mente.
¬—Cierra los ojos y no voltee a ver la inyección, —me dijo una noble enfermera mientas me ponía una vacuna. Luego, pasé en donde una odontóloga o al menos eso aparentaba. Supuestamente para ponerme una linda sonrisa. No sé, pero me sentía engañado al ver los aparatos tenebrosos y de vuelta el rostro alegre. Ellos actuaban como si nada estuviese ocurriendo, pero para nosotros era el final de nuestras vidas. Algunos padres acompañaban a sus hijos, mientras que los míos trabajan para darme lo mejor. Eso siempre me decían, que sus sacrificios eran para que yo tuviese un mejor futuro.
Voluntarios del barrio pasaban frascos de pastillas. Escuché a alguien decir: «son vitaminas». Y a algunos le entregaron un remedio especial, así los nombré yo. Aunque más tarde supe que eran remedios para las lombrices. Recordé los regaños de Mami y lo mucho que detesta las lombrices. Los voluntarios fueron muy amables, y sentían piedad de los que sufríamos de miedo y dolor. Para colmarnos los dolores, nos dieron dulces y refrescos supuestamente por ser niños valientes.
Celeste nos explicó que el operativo médico fue organizado por la Fundación Una Sonrisa Para La Felicidad. Fundación sin fines de lucro cuyo objetivo es ayudar a todo aquél que necesite ayuda sin importar su condición económica, social o moral. Ella, bajó su rostro angelical, ocultó las lágrimas de alegría. Nunca había conocido a alguien que devotase su vida para educar a tantos niños con todo el amor del mundo. Ahí la miraba, sereno frente a esa gran persona que cuidaba de nosotros sin pedir nada a cambio. Una de las grandes personas que algún día pasará a la historia como héroes.
El operativo médico no me impactó más que la cruel noticia que escuché al entrar a casa. Papi le comentaba a Mami y Abuela que iba a Santo Domingo, la capital del país a visitar un hermano que estaba enfermo. Los ojos de Mami parecían un mar en tempestad, igual a la vez cuando le dijeron que Papi estaba viéndose a escondida con Doña Lela. Una señora hermosa y con muchos encantos.
Doña Lela vivió en el mismo barrio por años. Hasta que un día se fue a vivir con una hermana a otra ciudad lejana. Después de su partida, algunas mujeres especulaban que se había marchado por "traicionera". «Llevaba una vida clandestina», dijo una vez su vecino Jacinto.
Mami había superado la supuesta relación entre Papi y Doña Lela. En el barrio siempre existe algo en común con los vecinos: están pendientes a todo. A mí se me aguaron los ojos, un poquito más que cuando no tienen dinero para celebrarme un cumpleaños. Abuela lo abrazó como si se tratase de marcharse y nunca regresar.
―Pronto me iré, está muy enfermo. ―Pausó, mientras todos continuábamos en silencio, la noticia estaba convincente―. La noticia me tiene atormentado, no sé que me ocurra cuando lo vea.
―Bueno mi hijo, debes tener fe de que todo saldrá bien.
―Mamá, solo Dios sabe lo que el futuro nos traerá ―dijo Papi exultando las palabras sabias, contagiándonos con su fe.
El rostro de Papi cambió drásticamente, me imaginaba lo mucho que lo quería. Quise hacer algo, pero ¿en qué podría ayudarle? No tenía dinero, tampoco un transporte para llevarlo y acompañarlo a su dolor. O al menos darle un apoyo que en algún tiempo me lo agradecería desde el fondo de su corazón. Por un instante nos quedamos viendo, yo impotente ante la situación y él con el rostro de un ser irreconocible. Se retiró a la habitación para preparar el viaje más largo de su vida.
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